
Intentaré hablar desde el plural para dar una impresión de pertenencia a la idea. Los argentinos, en promedio, tenemos un serio sentimiento de orfandad. Permanentemente pretendemos hallar una figura que reemplace de algún modo la seguridad de nuestros padres, aunque no los hayamos tenido. En un eterno conflicto de infancia eterna, nos congraciamos con el jefe que nos dio una palabra de aliento, aunque nos negree en horarios y remuneraciones. Como si estuviéramos en la primaria, algunos vemos en el otro alguien a quien serle fiel, una persona por quien dar la vida, por el sólo hecho de que es más popular que nosotros y, por ende, nos da más chapa pertenecer a su entorno. Todos somos medianamente caudillistas, en algún aspecto de nuestras vidas. Necesitamos quién nos cambie los paradigmas en los que vivimos o, al menos, nos disfrace la realidad, por lo que dependemos de esa esperanza para poder seguir con nuestras vidas.
En un comportamiento masificado, luego de sufrir una crisis económica, política y social hace una década, nos hemos refugiado en el padre bueno y bondadoso que nos dio un poco de estabilidad. Los palazos eran apenas unos detalles. Los negociados que comenzaban a aparecer, eran tan sólo unos defectos a mejorar. A la crisis social nos hemos acostumbrado. No nos sacaron de ella ni la solucionaron. Nos acostumbramos, mal, a ver familias enteras durmiendo a la vera de la Casa Rosada, con el techo de las galerías como único hogar. Nos acostumbramos, pésimamente, a que un mocoso camine descalzo por Constitución mangueando una moneda. Nos acostumbramos, patéticamente, a la muerte inútil, sin sentido y ridícula, cotidiana y siempre violente, venga de la pistola de algún fumapaco, o de la inanición de un pibe. De la crisis económica, nunca salimos, sólo nos acostumbramos al consumo de productos financiados, al reviente de tarjetas de compra y a cualquier gasto supérfluo que nos quite la angustia ante la imposibilidad de ahorro. Y la crisis política nunca terminó. Si en cada elección vemos internas partidarias, la crisis no terminó. Si no existe una homogeneidad de criterios -no digo de ideologías, hablo de criterios- a la hora de votar, la crisis política nunca aminoró. Si las únicas posibilidades de enfrentar al poder viene de herederos de apellidos o personas que en cualquier otra profesión ya se encontrarían jubiladas, estamos en una crisis cada vez más profunda debido a la ausencia de cuadros.
Ante este panorama, es lógico que muchos vean en una persona el espíritu maternal que necesitan para sentirse protegidos. Ante el temor, siempre buscamos el útero. Y nosotros vivimos en un país en el que la libertad de la libre empresa, es un riesgo que no todos se atreven a tomar. La relación de dependencia nos da la seguridad de cobrar a fin de mes, poco, mucho, merecido o no, pero plata al fin. En este punto, viene a cuento el dicho popular que siempre escuchamos sobre la hija de Rosita que entró a trabajar al Estado: «Se salvó, no la echan más». Curiosamente, esta frase no estaba tan en boga a mediados de los ´90, donde la estabilidad económica era un hecho y trabajar para el Estado era dejar pasar la oportunidad. En aquel entonces el manto protector del padre feo, patilludo, jodón y mujeriego, recaía en brindar la seguridad de que el mes que viene las cosas iban a costar lo mismo o, incluso, menos. Hoy, la protección recae en el Estado directamente. Todos somos estatales, en mayor o menor medida. No se trata sólo de las empresas «cooperativas» que no son otra cosa que un centro de limosneo gubernamental, incapaces de competir en el mercado -con contadas excepciones-, o las mentiras de las empresas de servicios públicos, que sólo ponen la marca y se llevan la recaudación, sino que las grandes empresas también han llegado a un punto de tener a sus empleados subsidiados. Y si tenés la suerte de trabajar para IBM, Accentur o KPMG, lamento informarte que la mitad de la guita que ganás al año se la lleva el Estado. En este país, si vivís en blanco, tenés dos opciones: o sos medianamente estatal, o sos socio del Estado.
La sociedad argentina se ha retraído lo suficiente como para volver a la competencia de minorías, incluso dentro de un mismo signo político. Ya no se trata de estar todos en carrera para llegar a obtener nuestro objetivo en la vida, sino de una pugna entre quienes tienen por objeto el valor del progreso personal, y quienes ostentan como todo Dios al consumo. El Estado, para mi arcaica visión de las cosas, se debe limitar a crear y proteger las condiciones necesarias para que cada individuo se encuentre en igualdad de condiciones con el otro para que, en virtud de su mayor o menor esfuerzo, progrese en la vida o se quede donde está, pero sabiendo que la oportunidad la tuvo. Lamentablemente para quienes pensamos así, nos toca vivir en un tiempo en el que el concepto de Estado se ha trastocado tanto que, hoy en día, confundimos Estado con Gobierno y consideramos un derecho inalienable que el gobernante nos garantice el acceso al celular. Hoy, para la mitad de los votantes, Cristina representa eso.
Sin embargo, como una paradoja de la Rebelión de las Masas, nos olvidamos rápido de quien nos dio esa protección que necesitábamos en determinado momento. Las masas siempre se preservan a si mismas por sobre quienes se encuentren ejerciendo el rol aristocrático del momento. Hoy adhieren a aquellos que les garantiza lo que creen que es un sentimiento de masa y que, en realidad, no deja de ser un enorme conglomerado de minorías tratando diferenciarse de otras redes minoritarias. El concepto de masa, ha desaparecido en nuestro país. En este punto, el kirchnerismo -con todo el universo de cosas que significa- ha impuesto un pensamiento de masa que se contradice con el sentimiento de minorías que practica. Si estás con nosotros, estás dentro del proyecto, al menos nominalmente. Si no estás con nosotros, sos el enemigo, el compatriota enfermo que todavía no se dio cuenta dónde está la verdad revelada.
No se les puede criticar por ello dado que, al fin y al cabo, de algún modo hay que conservar el poder. Y el kirchnerismo ha encontrado una forma de apuntalar la columna electoral -una de las tantas que sostiene un proyecto- con un discurso y accionar bastante disímiles entre sí y, al mismo tiempo, diferentes a lo que se hace puertas adentro.
Más allá de todo análisis, hace unos cuantos meses se llevó a cabo una encuesta de amplio espectro etario, socioeconómico y geográfico. Entre las principales preocupaciones de los encuestados -incluso los kirchneristas- figuraban el temita de la inflación no reconocida por el gobierno y la falta de acceso a la vivienda propia o, al menos, alquiler pagable. Como contraposición, tanto los que se sienten identificados con este gobierno como los que no, coincidían en que no existe una crisis económica posible a la vuelta de la esquina. Pasándolo en limpio, sentían que el año que viene podían estar igual, ni mejor, ni peor, igual.
Ante este panorama, el resultado electoral de ayer toma la primer arista de análisis: en qué mierda estaba pensando el votante de clase media al elegir a un gobierno que lo convirtió en un socio al 50% de sus ganancias de laburante. Precisamente, pensaba en eso: no hay nada que vaya a mejorar su situación económica el año que viene, pero tampoco a empeorarla. Más allá del sector de la sociedad que le tenía el voto asegurado -trabajadores precarios, pobres urbanos y algunos sindicatos-, es de idiotas desconocer el aporte de la clase media. Este factor sumado a la ausencia absoluta de propuestas superadoras creíbles por parte de la oposición, explica algunas cosas. A ello debemos sumarle que son pocos los candidatos que han entendido la situación informativa de los electores. Basta ver el resultado obtenido por Carrió, militante extrema de la honestidad y la lucha contra la corrupción, frente al aplastante número alcanzado por Cristina, cabeza más que visible de un gobierno que ha afanado tanto que convirtió al menemismo en una quiniela clandestina. Al votante medio la corrupción le importa menos que la relación entre Guido Süller y Tomasito.
El resto, son las nimiedades de las que todos los analistas hablarán: qué hubiera pasado si Duhalde y Alberto Rodríguez Saá por un lado, y Binner y Alfonsín por el otro, hubieran tenido menos plumas y más ideas de darle pa´delante. Ante el resultado de ayer, no creo que cambie demasiado el panorama para octubre. Por más que en las primarias muchos votaron «con el corazón» y en octubre lo hagan «con la razón», pasando los 40 puntos, Cristina zafa del ballotage. Y arriba del 50, ni todos los candidatos juntos la bajan. Así que, mis queridos amigos, acostumbrémonos a la idea de que esto puede seguir así un tiempo más. Por lo pronto, iré acopiando arroz, polenta, leche en polvo y otras clases de alimentos no perecederos.
Al resto: lejos de sentir asco, espero que puedan dimensionar el camino que acabamos de tomar. Cuando te encuentres con más de 30 pirulos y veas que no podés irte de tu casa porque la guita no te alcanza para alquilar y no conseguís un mísero crédito ni en el Banco que te administra la cuenta sueldo, te vas a joder. Cuando tomes consciencia que el aumento de sueldo no fue tal, y que tan sólo se trató de una indexación salarial atada a la inflación y que, en realidad, estás cobrando lo que deberías haber cobrado el año pasado, te vas a joder. Cuando sientas que tenés que hacer malabares para ayudar a que tus viejos puedan comprar los pajaritos para la polenta porque el aumento pedorro que les «regaló» Cristina no alcanza ni para pagar el morfi, te vas a joder. Cuando tengas que agradecerle a Dios y todos los santos porque llegaste a tu casa en bolas, sin plata y con el culo roto, pero vivo, te vas a joder. Cuando tengas que elegir entre tener un hijo o llegar a fin de mes, te vas a joder. Y cuando estés en la cola del banco para cobrar tu jubilación mínima después de entregarle tu vida al laburo y te preguntes en qué momento tu progreso dejó de depender del fruto de tu esfuerzo, quizás, solo quizás, te des cuenta que no necesitabas una madre protectora sino una Presidente que no te joda la vida en nombre tuyo.
Fuente: Relato del Presente